Todo el mundo sueña con un mundo más justo, pero, ¿en nombre de qué? ¿De la igualdad? ¿El reconocimiento? ¿El respeto a la autonomía? En realidad, los principios de justicia no están exentos de contradicción. ¿Hay que hacer prevalecer, por ejemplo, la igualdad sobre el mérito? ¿Existirían desigualdades justas? ¿Podemos luchar por una igualdad real de oportunidades? Sobre estas cuestiones reinan los pareceres más enfrentados…
¿Quién no se acuerda de la injustica insoportable de la que fue víctima un niño? Es el cado del joven Jean Jacques Rousseau, acusado de haber roto un peine a la señorita Lambercier que, cincuenta años después, se acuerda todavía de ello en sus “Confesiones”. O el pequeño Geor Pérec, a quien la maestra arranca una medalla merecida porque había empujado voluntariamente a una niña a la salida de clase…
En el patio del colegio o en casa, víctimas de camaradas o de adultos, todos los niños y las niñas han conocido injusticias y la cólera les ha invadido. Siempre hay en nosotros un niño dispuesto a salir, a pesar de la desilusión y el realismo que son el triste privilegio de los años. La injusticia es primera. Y no necesitamos recurrir a razonamientos o construcciones teóricas para experimentarlo.
Existen injusticias manifiestas, incontestables. Las que hacen exclamar a todos nosotros. Pero la determinación de lo que es justo o no divide más que poner de acuerdo. Por ejemplo, la terrible cuestión de los impuestos. ¿Hay que rechazar la fiscalidad y limitar la redistribución fiscal? ¿Hay que mantenerla, por el contrario, para ayudar a los menos favorecidos en nuestra sociedad? La cuestión es diferente según los intereses particulares. Los directivos de empresa juzgan injusta una fiscalidad que no reconoce los méritos, mientras las personas con menos ingresos suelen estimar escasas las ayudas sociales para paliar las desigualdades insoportables. Todo el mundo quiere más justicia, pero en una cuestión como esta es difícil el entendimiento. ¿Hay que aceptar entonces la discordia?
Junto con sus colaboradores, el sociólogo F. Dubet se interrogó sobre las injusticas en el trabajo, iniciando su encuesta entre un enorme marco de profesiones, desde ayudantes, mandos directivos, obreros de la construcción, cajeras, sustitutos de la universidad, todos o casi todos se quejaban de las injusticias de las que son objeto o dan prueba. Como la de la joven vendedora de origen togolés víctima de discriminación, el funcionario asombrado de ver a un colega incompetente y poco merecedor de recibir la misma remuneración, el ayudante de enfermería sumiso al desprecio de un sistema hospitalario ultrajerárquico, la chica de la limpieza que se siente considerada como una “fregona”.
Sin embargo, no todos los trabajadores sienten una condición de desigualdad y reconoce, por lo general, pero en los menos casos, que hay desigualdades justas. Son los que juzgan normal no tener un salario alto porque carecen de diplomatura. O los que justifican el estatus de los funcionarios por tener que pasar unas oposiciones.
Pero las ventajas de los demás se suelen criticar al mismo tiempo que las nuestras se juzgan legítimas. ¿Cómo encontrar un sentido a este rompecabezas’ Detrás de la diversidad de las situaciones y las explicaciones mencionadas, Dubet menciona tres principios de justicia invocados por los trabajadores: Igualdad, reconocimiento del mérito y respeto a la autonomía. En efecto, ¿cuál es el sentido de la denuncia al racismo, al sexismo, al desprecio sino la falta de igualdad? Los esfuerzos no reconocidos van en contra del principio del mérito. Junto a un derecho a la autonomía se critica en exceso de estrés, la alienación, la falta de margen de maniobra y las responsabilidades. “Cuando dejamos hablar a las personas, nos damos cuenta de que movilizan categorías filosóficas muy elaboradas para fundamentar sus propósitos, como si todo el mundo hubiera leído a Aristóteles, Kant o J. Rawls, constata el sociólogo.
A diferencia de los filósofos que buscan articular los diferentes principios de justicia allí donde los trabajadores suelen oponerlos, los unos a los otros sin intentar jerarquizarlos o acordarlos. Todo el mundo quiere más justicia, pero se basan en principios diferentes.
Un individuo defenderá siempre el principio de igualdad y otro el del mérito. Todos nosotros recurrimos a múltiples concepciones de la justicia que son perfectas e, incluso, contradictorias. También existe una tensión inevitable entre la igualdad y el mérito, porque en nombre del mérito se distribuyen algunas desigualdades, por ejemplo, el salario.
Para quienes defienden la igualdad, la concurrencia de los méritos favorece el individualismo, el egoísmo, la lucha por el dinero, un sistema que da ventaja a quienes han tenido suerte en la vida. Razonamiento inverso es el que tienen los que, por el contrario, critican los estados abusivos, que no reconoce los talentos ni los esfuerzos. Por consiguiente, es imposible que en nuestras sociedades se renuncie tanto a la igualdad como al mérito. Si el término de justicia ha de tener sentido, hay que articular primero los principios que la definen.
En 1971 un filósofo americano hasta entonces poco conocido decide con temeridad lanzar un desafío. Se llama John Rawls y firma un libro cuyo título indica su ámbito: “Teoría de la justicia”. Como la justicia debe imponer silencio en los intereses particulares, se inspira en la teoría de los juegos para imaginar una ficción: Una posición original en la que los individuos se sitúan bajo un “velo de ignorancia”, es decir, que no sabrían nada de su suerte personal, situación social, sexo, religión o aptitudes físicas, intelectuales o psicológicas. ¿Qué principios de justicia elegirían? No podemos olvidar recordar la frecuente alegoría de la justicia representada bajo la forma de una mujer con los ojos vendados con una balanza en mano. La justicia debe ser imparcial y respetar los intereses personales. Situados bajo este velo de ignorancia, estos individuos, según Rawls, se verían llevados a desgajar por consenso dos principios: un “principio de libertad” y un “principio de diferencia”.
El primero establece un acceso igual a mayor número de libertades individuales: Derecho de voto y de elegibilidad, libertad de expresión, protección de la persona, derecho a la propiedad privada. El segundo define las reglas de la justicia social: las desigualdades sociológicas económicas no son aceptables si no compensan con ventajas a los miembros más desfavorecidos y no se respeta el principio de igualdad de oportunidades. La justicia no es sinónimo de igualdad. Rawls se refiere a la justicia como “equidad”. En algunas condiciones, las desigualdades pueden dar lugar a una sociedad justa. La teoría de Rawls conllevó muchas críticas: algunas le reprochan dar demasiada importancia al Estado, otras tener un enfoque individualista y abstracto de la sociedad, otras conocer la justicia únicamente en término socio-económicos.
Pero encontró un eco innegable en las sociedades democráticas caracterizadas por un concepto igualitario (¿No nacen libres e iguales todos los seres humanos?), pero en contacto con una realidad menos idílica: el hecho de que no todos partimos con las mismas oportunidades en la vida.
En la actualidad, es capital la cuestión de la igualdad de oportunidades, que se encuentra en el centro de todos los interrogantes. Pues, en teoría, es igualmente importante para articular libertad, igualdad y mérito. La igualdad de oportunidades garantizaría que con un mismo nivel de talento y competencia, todos tengamos las mismas perspectivas de éxito, con independencia del medio social y familiar de origen. Un bello principio conceptual que nadie negaría.
Sería deseable que el becario valiente y trabajador consiguiera las funciones más altas gracias a sus esfuerzos y cualidades. Es el caso de la ejemplar Rachida Dati, hija de un obrero inmigrante, antigua enfermera, que se convirtió en ministra de justicia en Francia. Hecho que deja perplejo a los sociólogos, más escépticos sobre la realidad de la igualdad de oportunidades. La escuela y la universidad están abiertas a todos pero las encuestas demuestran que el origen social juega un papel determinante. Si consideramos las clases preparatorias en las grandes escuelas, donde se forma la élite, comprobamos que ingresa el 54% de los hijos de titulados superiores, en contraposición al 15% de los hijos de obreros y empleados inferiores. ¿Qué hacer para que la igualdad de oportunidades sea algo más que un eslogan formal e hipócrita?
En “Repenser l´égalité des chances”, el filósofo Patrick Savidan se interroga sobre los presupuestos de este principio consensual y no solamente sobre las condiciones de su puesta en marcha. La noción de mérito en particular no es tan transparente como creemos. Y Rawls no se equivocaba. Sólo hay desigualdades sociales. No todos tenemos las mismas capacidades y los mismos inconvenientes. ¿Si no poseo talentos útiles, es culpa mía? ¿El individuo posee estos talentos como propios? Esto equivaldría a olvidar que el mérito sólo tiene sentido en una sociedad que valora unas capacidades más que otras y que atribuye honores.
Por ejemplo, si tengo talentos de trader, en el capitalismo financiero que prevalece en la actualidad, sería una gran baza, mucho mayor que tener capacidades sorprendentes en filología. Así pues, según Savidan hay que dar prioridad a la concepción de una “justicia social capacitaría”, que imputa las desigualdades a los individuos y les hace responsables de sus malas posiciones sociales. En definitiva, salir de una visión hiperindividualista que además culpabiliza a los menos favorecidos.
Estamos obligados a preguntarnos si la justicia no está condenada a ser una palabra vana y sin sentido. No es una cuestión sencilla y nuestros intentos son cada vez mayores. No se resuelve ni en la pura igualdad, ni en el simple mérito. No existe un principio único ni una receta milagrosa para todos los problemas, sino una exigencia lúcida hacia la que hay que tender a pesar de todo para intentar calmar la cólera del niño que se revela dentro de nosotros reclamando justicia.
(Catherine Halperin. Las grandes preguntas de la Filosofía. Filosofía Hoy. Editorial Globus. Madrid. 2011)